Los vientos y las lluvias del monzón en el sureste asiático acarician los relatos contados por algunas mujeres residentes del “Building”; uno de los burdeles marginales más grandes de Pnohm Penh capital de Camboya; país en el que el régimen del Khmer Rouge ha dejado profundas secuelas de degradación social y pobreza, donde hasta los niños son mercancía rentable para el turismo sexual.
Rithy Panh originario de Camboya y director de
El papel no puede envolver la brasa (2007), nos aproxima con su cautelosa cámara a la adversa intimidad de algunas prostitutas. Los primeros planos de sus rostros acentúan la desventura de sus relatos, al mismo tiempo que nos indica que esas mujeres olvidadas y anónimas, ahora son las protagonistas.
El documental nos habla de ellas, de sus vidas, historias que le harían encogerse de hombros al más indolente. Son éstas mujeres, muchas de ellas niñas, las que en condiciones de maltrato y humillación encuentran pequeños instantes para la ternura y la alegría.
Una sala vacía, tan solo decorada con pósters de cantantes y actrices asiáticas, en la cual se tiran esteras para dormir, es donde ellas habitan, donde se preparan, y donde se maquillan, antes que la noche les obligue a tomar un mototaxi para salir a trabajar.
Así salen, protegidas solo por su maquillaje; disfraz con el que se muestran y se mienten, con el que se exponen y se venden, el maquillaje que oculta su verdad, verdad que al cliente no le interesa.
“Quien hace el bien, recibe el bien, quien hace el mal; dinero” se dice en la película, y es que ese es el motivo que las arrastró a esa vida y por el que la arriesgan todas las noches, solo con dinero pueden rendirle cuentas a “la madam”, su dueña, quien será implacable si una de sus chicas no reuniera lo suficiente, necesitan el dinero y cada centavo logrado es escrupulosamente contabilizado. Solo así pueden evitar las enfermedades a las que están expuestas, sanar las heridas del maltrato, realizarse un aborto o mantener a su familia. Es el único que puede prometerles un futuro.
Muchos de los relatos -historias de violencia y humillación-, son contados con opresivos silencios y clandestinas lágrimas. A sus agresores no los vemos, pero podemos percibir que son muchos, que van desde familiares y vecinos hasta extranjeros sin escrúpulos, ellas los nombran como si de fantasmas se tratara, pero son fantasmas que embarazan y golpean, que humillan y matan.
“Todavía pienso en mi hijo y en mi madre, sino ya me hubiera colgado” nos cuenta una de ellas después de advertirnos que el único sustento de su familia es su trabajo.
No hay forma de escapar de ésta realidad, no conocen otra, fueron reclutadas desde muy niñas, son esclavas sexuales y sus hijos posiblemente no tengan otra opción.
Esa realidad es más llevadera con el Yaabaa (meta-anfetamina de fuerte adicción)...
Hay otros momentos en los que mientras hablan, mientras relatan su vida: sus rostros -ahora ya sin maquillaje- se llenan de silencio. Muchas de ellas son solo eso; un silencio anhelante, una mirada con esperanza, una mirada perdida en un horizonte gris, horizonte que trae solo lluvia que se mezcla y confunde con lágrimas.
"La película se sitúa lo más cerca de la vida y por lo tanto muy cerca de la muerte espiritual de una prostituta”.
Con estas palabras Rithy Panh define un documental que muestra la vida en sus manifestaciones más extremas, donde los seres oscilan entre la ternura y la desesperanza, entre la compasión y la humillación, entre la vida y la muerte.