
Recuerdo haber escuchado varias historias fascinantes durante mi infancia: algunas hechas especialmente para niños; otras no. Estas últimas, las más interesantes por cierto, fueron atrapadas por la casualidad y mi curiosidad y desarrolladas a regañadientes por mi madre debido a la insistencia de mis pedidos. Una de ellas es la de los integrantes del ‘Old Christians’ un equipo de rugby amateur de Carrasco, Uruguay:
El jueves 12 de Octubre de 1972, 44 personas (jugadores, cuerpo técnico, algunos familiares y tripulantes) abordaron un avión Farchild F-227 de la Fuerza Aérea Uruguaya con destino a Santiago de Chile, donde sostendrían un partido amistoso. Como un mal presagio, tuvieron que hacer una escala no programada en Argentina a causa del mal tiempo. Al día siguiente, poco después de reiniciado el vuelo, la torre de control perdió contacto con el avión: éste se había estrellado en el volcán Tinguiririca en los Andes, a 4,800 metros de altitud.
En un esfuerzo conjunto equipos aéreos de Argentina, Chile y Uruguay empezaron con las tareas de búsqueda, las mismas que fueron canceladas 10 días después ante la falta de resultados.
72 días después del accidente, un arriero llamado Sergio Catalán avistó a un grupo de jóvenes quienes le lanzaron desde lo alto de un monte una nota atada a una piedra. La nota empezaba así: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy Uruguayo”.
Como era lógico, esta noticia llenó las primeras planas de los periódicos de todo el mundo. Adicionalmente, un elemento agregó drama y polémica al suceso: los 16 muchachos que se salvaron declararon que tuvieron que alimentarse con la carne de los pasajeros que habían muerto para poder sobrevivir.
La odisea que vivieron estos jóvenes durante los días que transcurrieron desde el accidente hasta su rescate, es el tema del documental ‘Stranded: I’ve come from a plane that crashed in the mountains’ (Francia, 2007.) Para ello su realizador, Gonzalo Arijón (Montevideo, 1961), utiliza testimonios de los mismos sobrevivientes, treinta y cuatro años luego de la tragedia. Adicionalmente, el relato se sustenta con escenas dramatizadas, entrevistas a familiares y miembros del equipo de auxilio, reportajes televisivos y fotografías de aquella época.
El punto más importante de este trabajo es mirar y escuchar a los protagonistas reales de la historia: hombres relativamente prósperos con un buen nivel cultural y económico, quienes lograron mantenerse con vida gracias a una gran dosis de suerte, a su valentía, a un admirable deseo de vivir para regresar con los suyos y a una decisión extrema que, una vez conocida por la opinión pública, fue juzgada con dureza y un alto grado de sensacionalismo.
Las terribles condiciones climáticas, la ausencia de cualquier elemento que les permita comunicar su situación, la incertidumbre de no saber si estarán vivos al día siguiente, la desesperación de ver cómo sus amigos y familiares fallecían inmediata o posteriormente a aquel fatídico momento (algunos de ellos en sus propios brazos), la falta de alimento y la debilidad que paulatinamente se iba apoderando de sus cuerpos y espíritus los transportaron a otro mundo: a un mundo de la supervivencia, donde sus costumbres y sus principios morales y éticos no hubiesen sido suficientes para mantenerlos con vida. Me queda entonces la pregunta: ¿qué haría yo ante una circunstancia parecida? En el mundo en el que los muchachos permanecieron durante 72 días, mi respuesta es más que evidente.
El jueves 12 de Octubre de 1972, 44 personas (jugadores, cuerpo técnico, algunos familiares y tripulantes) abordaron un avión Farchild F-227 de la Fuerza Aérea Uruguaya con destino a Santiago de Chile, donde sostendrían un partido amistoso. Como un mal presagio, tuvieron que hacer una escala no programada en Argentina a causa del mal tiempo. Al día siguiente, poco después de reiniciado el vuelo, la torre de control perdió contacto con el avión: éste se había estrellado en el volcán Tinguiririca en los Andes, a 4,800 metros de altitud.
En un esfuerzo conjunto equipos aéreos de Argentina, Chile y Uruguay empezaron con las tareas de búsqueda, las mismas que fueron canceladas 10 días después ante la falta de resultados.
72 días después del accidente, un arriero llamado Sergio Catalán avistó a un grupo de jóvenes quienes le lanzaron desde lo alto de un monte una nota atada a una piedra. La nota empezaba así: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy Uruguayo”.
Como era lógico, esta noticia llenó las primeras planas de los periódicos de todo el mundo. Adicionalmente, un elemento agregó drama y polémica al suceso: los 16 muchachos que se salvaron declararon que tuvieron que alimentarse con la carne de los pasajeros que habían muerto para poder sobrevivir.
La odisea que vivieron estos jóvenes durante los días que transcurrieron desde el accidente hasta su rescate, es el tema del documental ‘Stranded: I’ve come from a plane that crashed in the mountains’ (Francia, 2007.) Para ello su realizador, Gonzalo Arijón (Montevideo, 1961), utiliza testimonios de los mismos sobrevivientes, treinta y cuatro años luego de la tragedia. Adicionalmente, el relato se sustenta con escenas dramatizadas, entrevistas a familiares y miembros del equipo de auxilio, reportajes televisivos y fotografías de aquella época.
El punto más importante de este trabajo es mirar y escuchar a los protagonistas reales de la historia: hombres relativamente prósperos con un buen nivel cultural y económico, quienes lograron mantenerse con vida gracias a una gran dosis de suerte, a su valentía, a un admirable deseo de vivir para regresar con los suyos y a una decisión extrema que, una vez conocida por la opinión pública, fue juzgada con dureza y un alto grado de sensacionalismo.
Las terribles condiciones climáticas, la ausencia de cualquier elemento que les permita comunicar su situación, la incertidumbre de no saber si estarán vivos al día siguiente, la desesperación de ver cómo sus amigos y familiares fallecían inmediata o posteriormente a aquel fatídico momento (algunos de ellos en sus propios brazos), la falta de alimento y la debilidad que paulatinamente se iba apoderando de sus cuerpos y espíritus los transportaron a otro mundo: a un mundo de la supervivencia, donde sus costumbres y sus principios morales y éticos no hubiesen sido suficientes para mantenerlos con vida. Me queda entonces la pregunta: ¿qué haría yo ante una circunstancia parecida? En el mundo en el que los muchachos permanecieron durante 72 días, mi respuesta es más que evidente.
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