domingo, 23 de marzo de 2008

LA IRRUPCION DE LA DISTANCIA

Virginia, la hermana gemela que regresa de manera repentina de los Estados Unidos y Manuela, apenas unas horas menor, se reencuentran en la ciudad de Quito, un espacio difuso, para intentar resolver el signo del desarraigo.
Cara o cruz de Camilo Luzuriaga, se encarga de poner la identidad en suspenso para mostrar al país desde la subjetividad agonizante: es el momento de la ruptura, de la estética del fracaso que la película pone en juego, porque el Ecuador se enfrentó, de modo repentino, a la irrupción de la distancia que arrincona al patriotismo y la nostalgia. Es el espejo de la identidad trizada que fragmenta los puntos de vista de las hermanas gemelas, respecto de la realidad escindida en la cual ni siquiera caben la figura agónica del padre recluido en un asilo de ancianos y la imagen del marido de Manuela que deambula y suplica compasión.
Virginia regresó al país después de 25 años de ausencia forzada. Ella es la entropía de la personalidad. Mientras tanto, las aberraciones morales de ambas, sus estúpidas fantasías sexuales, el poeta “inventado”, el amante en cuya voz las palabras se afantasman y que provocan el desquicie de las relaciones de pareja de Manuela no permiten, a pesar de todo, el antídoto del olvido. Algo sin cicatrizar prevalece, mientras los fragmentos se acumulan por causa de esa memoria sin memoria que a lo mejor justifica la escena en la que Virginia recrimina, al final de la película, al cadáver de su padre que es velado en una de las salas vacías de la casa que Manuela restaura en el centro de Quito, llena de ruidos parásitos, de vendedores que pregonan las virtudes de sus productos y los vehículos que circulan por las calles atestadas de gente.
Podríamos pensar que los ecuatorianos habíamos vivido cómodamente instalados en nuestra propia lengua “dispuestos a catalogar y componer el orden de las semejanzas”. Virginia (Valentina Pacheco) habla hasta el cansancio y mezcla, además, el español y el inglés y ríe de manera despiadada, hasta el paroxismo. Porque ella tiene un imperativo pragmático como única autodefensa: la conciencia final de su opacidad.
Lo extranjero remite al reconocimiento de lo lejano en lo próximo cuando la ausencia de patria aparece al revés y al derecho -otra vez cara o cruz- solo para constatar que ni Virginia ni Manuela lograrán escapar al acoso de la duda existencial. ¿La distancia se vuelve un imperativo ascético? Ambas están perturbadas, porque las respectivas sonoridades de la lengua son insuficientes para reconocerse y reconocer lo que les es propio. No hay lengua original, por tanto la resistencia ha terminado y cada una emprende el regreso a la nada. Virginia a los Estados Unidos y Manuela al vacío de su casa colonial que ha sufrido el escarnio de la confiscación.

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